8 de marzo de 2013

Polvo de estrellas

A partir de ciertas edades los humanos nos quedamos sin abuelas —eso si las tuvimos alguna vez, puesto que, a menudo, algunas abuelas no pudieron o quisieron estar presentes en nuestras vidas. Nos abandonaron antes de que naciéramos, dejándonos sus nombres, su cabello o su gran corazón. Pero las abuelas que se quedaron ayudaron a nuestros padres a criarnos, nos consintieron caprichos a sus espaldas, nos regañaron disimulando una sonrisa y nos mostraron que la ternura también puede venir de la caricia de una mano ya arrugada o de unos ojos ya cansados de ver aquello que los nuestros todavía ni imaginan.

Hace años, como ahora, había abuelas para todos los gustos: las que vivían en el domicilio de un hijo, las que iban de un lado para otro visitando nietos, las que vivían en sus propias casas, las que estaban en residencias...; sin olvidar, claro, a las que habían desaparecido un día sin dejar rastro o a las que había que ir a visitar al cementerio. 

Daba igual qué tipo de abuela fuera: de niños, no les dábamos gran importancia aunque sí mucho trabajo y algún que otro dolor de cabeza. Aparecían un día con su bolsito lleno de suizos de La Mallorquina, su chal de lana para protegerse del frío y su moneda de cinco duros para la paga semanal. Se quedaban o no a dormir, y luego desaparecían. Tampoco éramos conscientes de que cómo llegaba una mujer a ser abuela. Las abuelas eran abuelas y las madres, madres.

Sin embargo, con los años, la simplicidad con la que se ve la vida de niño desaparece sin remedio. De repente, la niña se convierte en madre y la madre, en abuela. Y aunque parezca extraño, es entonces cuando se empieza a entender mejor el milagro de la vida y su imparable devenir. Y se comienza a querer de verdad a las abuelas.

Nadie puede hacer por los niños lo que hacen las abuelas:
Salpican una especie de polvo de estrellas sobre sus vidas.
Adaptado de Alex Haley
Por lo menos, yo lo veo así. Desde que soy madre, soy más consciente de lo mucho que he querido y admirado a las numerosas mujeres-abuela que han pasado por mi vida: a la madre de mi padre, la única abuela carnal que pude abrazar y besar; a la madre de mi madre, por quien llevo mi nombre y que desapareció en los años cuarenta del siglo pasado; la madrastra de mi madre, que enseñó a la familia qué es ser una mujer de verdad; a la abuela de mi mejor amiga de la infancia, para la que yo era una nieta más; a las abuelas y bisabuelas de la familia alemana con la que viví un año, quienes me sonreían con cariño cuando yo no entendía nada de lo que me decían; a la abuela de los sobrinos de mi primer marido, que quería a todos sus hijos y sus nietos por igual… 

Y, por supuesto, a la mejor abuela del mundo: mi madre.



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